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lunes, 17 de octubre de 2011

El mejor amigo del hombre

     Son dos bebederos de agua, simplemente. Eso sí, son de acero inoxidable para evitar la corrosión y el deterioro del usado plástico. Tal vez haya influenciado demasiado la película de ayer, para que hoy, finalmente, me haya decidido a comprar un nuevo bebedero, y de esta manera probar si así se erradica levemente el aliento pestilente que tiene mi perro. Aparte y casualmente, le he vuelto a dar unas pastillas que fortalecían el riñón, no sea que éste se haya debilitado un poco. 
     Estas atenciones casuales e improvisadas, que sumadas a la retirada del collar viejo, lima de uñas, limpieza de trufa y cola, y cepillado de pelo; se deben en parte a un cargo de conciencia agravado, obviamente, por la mencionada película. No deja de ser un film más, si no fuera ésta una historia real y que casualmente se asemeja a la acontecida también en la ciudad de Edimburgo, ésta, la escocesa, con bastantes más años de antigüedad y más conocida por parte de la población Europea. 
     La de anoche, sucedió en Japón, en la ciudad de Odate (Akita). El perro en cuestión asistió día a día al encuentro de su dueño en la estación de tren de la localidad. Su dueño nunca volvería, éste había fallecido dos años después de recoger en la misma estación al abandonado perro, y Hachiko, que así es como se llamaba la mascota, acudía incansablemente y de manera endémica, todos y cada uno de los días desde que le recogieron allí, afortunadamente, siendo un cachorro, hasta que su último aliento de esperanza le dijo ¡basta!. Lo hacía a la misma hora y en el mismo sitio, contemplando impasible a todos y cada uno de los pasajeros que del tren bajaban, buscando de forma abrumadora y desesperante -un acto sentimental desconocido e incomprensible para el raciocinio humano-, el rostro de su dueño.
     Lo buscó durante años. Acudió puntualmente a su cita, un encuentro que para él era la única razón de ser, el único sentido de su vida. Una reunión a la que cada día él asistía con la vana esperanza de demostrarle, una vez más, su incondicional fidelidad, su enorme respeto, su inagotable cariño, su inestimable compañía, su amor..... su infinito amor. 
     Cada vez que el silbido del tren pitaba, Hachi, estaba allí, no sin menos ilusión que el día anterior, sentado expectante a su tarea diaria, a su significado de vida. Cuando entendía que ya, por hoy, no iba a volver; abandonaba su lugar de encuentro y se refugiaba en la abandonadas vías del tren, y allí, en los bajos de algún obsoleto y abandonado vagón esperaba puntualmente la llegada de un nuevo día, de un nuevo rayo de esperanza para acudir una jornada más al punto de encuentro, a la búsqueda de su viejo amo.
     Con el paso de los años. Hachi envejecía, pero lo hacía de manera decorosa, por fuera al menos; por dentro la vida de angustia y desesperación que había llevado en los últimos años le pasaron factura: El malcomer, el dormir en vela, el pasar noches enteras a la intemperie, hizo que el fiel amigo se fuera apagando poco a poco. Hachi lo sabía, sospechaba que sus días de búsqueda infructuosa llegaban a su fin. 
     Una noche el pitido de un tren lo despertó, sabía que era el último tren que él vería llegar, aún sabiendo que ese no era el tren de las 17:00 comprendió que era la última oportunidad de reencontrarse con su dueño. 
     Por eso Hachi, salió de su cobijo y se encaminó pausadamente, como sus viejas y denostadas patas le dejaban, hacia la estación. Caminaba cabizbajo, ojeroso, triste, desesperanzado y descorazonado, las patas que apenas ya se levantaban del suelo creaban surcos en la fría nieve nocturna, se sacudía los leves copos que tapaban sus ojitos, y sus peludas orejitas lo acompañaban en ese tierno gesto.
     Llegó a la estación a tiempo, justo antes de que el primer tren del día llegase. Ocupó su sitio, aquel que tenía reservado durante los últimos diez años. 
   
      Era de madrugada, y bajo ese manto níveo, Hachi cerró los ojos y se "durmió", lo hizo para siempre. Pero esa noche soñó. Soñó lo que durante tanto tiempo había anhelado, creyó que de ese último tren bajaba su amo, y él, cansado de esperar un día más, subió al vagón aferrado a su dueño, para hacer juntos el último viaje, unidos, sin que nada ni nadie les separara jamas.

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